Fede Montornés
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Que se nos diga que Pepeta dibujaba y escribía sin presión estética ni literaria y que todo lo que creaba lo hacía en estado de trance y sin ser capaz de dar ninguna explicación racional, refuerza la creencia de que el interés por la obra de esta mujer desconocida en el arte hasta su descubrimiento a mediados de los años 50 por parte de la gente de la asociación cultural Club 49 y el crítico de arte Alexandre Cirici, sólo pueda ser debido al hecho de que procede de un registro ubicado al margen del resto de los mortales. Es decir, más allá del bien y del mal. De modo que, además del interés de una labor entendida como terapia –se nos dice que dibujaba para paliar la pena por la muerte de sus dos hijos-, como “antídoto contra el orden racional para superar el dolor existencial” o como fruto de una inspiración extrasensorial, lo que hace que se fijaran y que ahora nos fijemos en su obra se debe a su capacidad de hacer, actuar y ser en tanto que mediadora de los dictados de los seres espirituales. Es decir, lo que hoy se conocería como una freaky, una iluminada, una alienada o cualquier concepto de semejante calibre. Algo que no digo con sorna ni menosprecio puesto que creo que este tipo de aportaciones y seres son extremadamente necesarios para saber donde estamos -los demás-, para entender hacia donde vamos, para conocernos un poco más y para que aflore lo que nunca decimos al vernos situados frente a cualquier cosa que no sabemos cómo gestionar. En este caso, la desmedida obra de una payesa visionaria que se sentía como una hermana cuya misión consistía en trabajar el dibujo y también escribir con transmisión de pensamientoabajar el dibujo y también escribir con transmisión de pensamiento.
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